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martes, 9 de julio de 2024

LA COPA QUE JESÚS NO QUERÍA BEBER

 


Lectura: Marcos 14: 32-42

Cita: Marcos 14:36 “Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú”

En su última visita al Getsemaní, en la víspera de su muerte, Jesús está angustiado hasta la muerte, ora al Padre diciendo: “aparta de mí esta copa.”


Jesús era hombre, pero también era Dios y como hombre experimentó profunda tristeza y angustia. Dice la Biblia que Jesús en el Getsemaní estaba en agonía y que era su sudor como grandes gotas de sangre. Era un sufrimiento inimaginable para cualquier ser humano.

Jesús ora y con gran clamor le pide al Padre que pase de Él aquella copa. ¿A qué copa se refería el Maestro? ¿Temor al sufrimiento físico o a la muerte? No. Él podía haber huido para no morir, estaba cerca el Jordán, pudo haberlo cruzado sin mayor dificultad y escapar como lo había hecho en otras ocasiones porque “su hora no había llegado”. Pero no lo hizo.

Jesús de antemano sabía que iba a morir y la clase de muerte que sufriría, a eso vino. Lo anunció varias veces durante su ministerio. Voluntariamente aceptó el Plan del Padre para pagar con su preciosa sangre el precio del pecado del hombre. No renunciaría a su misión. En él no había sombra de variación. Su decisión era firme. Jesús no quería retener su vida, sino darla a cambio de la salvación del pecador. Cristo asumió el compromiso de morir. Claro que, como hombre, el sufrimiento fue intenso, porque en todo debía ser semejante al hombre, pero nunca pecó.

Los creyentes sabemos que existe la muerte física y la muerte espiritual. Cuando alguien que no es salvo muere, su espíritu está condenado a la muerte eterna, es decir, a vivir separado de Dios por toda la eternidad. Su morada será el infierno.

El Plan de Salvación contemplaba que Jesús pagara el precio del pecado, cuya paga es la muerte espiritual. Y Jesús debía experimentar la separación de Dios para dar por consumada la Obra que el Padre le había encomendado.

La experiencia de la separación espiritual, que para Jesús siendo absolutamente Santo y Perfecto, fue el punto más doloroso del Plan. Y Jesús le pedía al Padre no que eso no ocurriese, sino que antes de que muriese físicamente, su comunión con Él fuese restaurada. Y esta es, sin ninguna duda, la copa que Jesús no quería beber.

Jesús es crucificado, a la hora tercera (9 am), luego a la hora sexta (12 md) hubo tinieblas hasta la hora novena (3 pm). En ese lapso de tinieblas Jesús exclama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Si vemos, no le llama Padre, sino Dios. Es Cristo como hombre experimentando la separación espiritual del Padre y por primera y única vez, se rompe la comunión del Hijo del Hombre con el Padre. Algo verdaderamente espantoso, estar fuera de la presencia de Dios. Dice Marcos 14:28 “Y fue contado con los inicuos.” En este momento crucial es que fue pagada totalmente nuestra deuda de pecado.

A la hora novena, cuando las tinieblas desaparecen, Jesús clamó a gran voz y dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.”

Cuando Jesús vuelve a llamarle Padre, es porque ha sido restaurada su comunión. A esto se refiere Hebreos 5:7 “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.”

El Padre le escuchó y aunque estuvo separado de Él, por su temor reverente fue escuchado y le libró de la muerte espiritual.

 El proceso del Plan de Salvación llevado a cabo por Cristo nos enseña que es aun estando vivos que podemos restaurar nuestra relación con Dios y que luego de la muerte física pasaremos directamente a su presencia. Jesús nunca bajó al infierno, porque antes de morir físicamente recuperó su comunión con el Padre.

Así, nosotros los pecadores hemos estado muertos en delitos y pecados, separados de Dios. Pero al aceptar a Jesús como nuestro Salvador personal nos ha sido restaurada la comunión con Dios. Ahora somos hijos suyos y Él es nuestro Padre y tenemos vida eterna. 

Quienes son salvos, porque han aceptado a Jesucristo como su Salvador personal, no tendrán que beber la amarga copa de la separación eterna de Dios.