Lectura: 2o Reyes 22:20, 23:1-27
Josías, rey de Jerusalén, hizo lo recto delante de los ojos de Jehová. Inicia la reparación del Templo, que al parecer no estaba cuando él ascendió al trono.
El templo se había convertido en una especie de bodega, un depósito de sobras y de desechos. Dicho sea de paso, hoy muchos templos necesitan ser reconstruidos, no físicamente, sino espiritualmente; porque se han convertido en depósitos de toda clase de basura proveniente del mundo: música herética, danzas, representaciones teatrales, y toda clase de fuego extraño que Dios nunca ha ordenado.
Toda esa basura, impide el crecimiento espiritual de las iglesias, porque ahí no está el Espíritu Santo.
Resulta que cuando iniciaron los trabajos de reparación en el templo, Hilcías, el sumo sacerdote encontró el Libro de la Ley. ¡Sí! Habían perdido la Palabra de Dios, y la habían perdido en el templo. Este dato es muy interesante, y no se trata de espiritualizar el asunto, pero hoy en día muchas iglesias evangélicas han perdido la Biblia, y la han perdido en la iglesia; porque ahí no se obedecen las ordenanzas de Dios, los líderes hacen lo que quieren, hay desde “pastoras” hasta toda otra clase de desperdicios con ministerios inventados como música, danza, profecía, etc.
Hilcías le entregó el Libro de la ley al escriba Safán, quien se lo llevó a Josías y se lo leyó.
Cuando Josías escuchó por primera vez la lectura de la Palabra de Dios, se rasgó sus vestiduras en señal de dolor por no haber cumplido él y el pueblo, los mandamientos de Jehová, comprendiendo que por esta razón habían sufrido tantos males.
Josías entonces hace una reforma en toda la nación, trayendo un gran avivamiento. Primero experimentaron profundo dolor por sus pecados y luego fueron movidos a arrepentimiento. Hubo en el pueblo un cambio total y todos se comprometieron a cumplir las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro.
Sólo la Palabra de Dios puede traer un verdadero avivamiento. Los métodos de los hombres recurren a cruzadas de milagros, a fiestas espirituales, retiros, vigilias, encuentros, etc, etc.
Todo esto es vano si no hay un genuino reconocimiento de la situación de pecado en la que se vive, y si no hay arrepentimiento ni cambio de actitud, todo es una farsa, que por supuesto, es abominación para el Señor.
El avivamiento espiritual no se mide por la asistencia numerosa a uno de esos eventos, ni por los gritos de júbilo de los que corean alabanzas, o de los aplausos para los danzarines.
El avivamiento es el corazón contrito, humillado y arrepentido, dispuesto a comprometerse en obediencia a Dios.
La gloria y la honra sean dadas a Dios
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